Del ruido que molesta al espacio que incomoda: Los espacios culturales como trincheras de resistencia
Por Mayra Jiménez
“La lucha del hombre contra el poder, es la lucha de la memoria contra el olvido”.
Milan Kundera
Los espacios culturales de hoy no pueden, por mero ego, permitirse ser templos de eruditos y educadores unidireccionales de lo que “es la civilidad”. Desde la calle hasta los espacios cerrados, los museos y espacios culturales deben ser conscientes de que vivimos en un mundo profundamente fracturado por desigualdades, donde abundan los discursos de odio y se manifiestan los olvidos históricos y las historias silenciadas.
Ante este panorama, los espacios culturales enfrentan una elección crucial: pueden seguir reproduciendo narrativas hegemónicas y verticalistas, o convertirse en lugares de reflexión, cuestionamiento y pensamiento crítico. En estos espacios, otras perspectivas y formas de explorar la realidad pueden analizarse, construyendo puentes que conecten con la gente de manera dinámica y participativa, y difuminando los límites de las historiografías oficiales y las curadurías centradas en un único “genio creador”.
¿Quién puede narrar la ciudad? El caso de La Chispa
Con el mismo hilo argumentativo, podemos comenzar abandonando el pensamiento de caja consistente en que la cultura que debe mostrarse en los centros culturales se basa tan solo en lo antiguo, en lo estático, en lo folclórico o en lo tradicional.
Podríamos trasladarnos hasta el lugar de origen de lo popular y epicentro cultural por excelencia: el espacio público, donde la música, las costumbres y modos culturales son diversos (como la gente misma), donde lo cultural es habitado y se manifiesta e integra sin ser excluyente.
En un contexto de un centro histórico asunceno deteriorado y que se vacía de gente, cultura y contenido no marketinero, recientemente resonó bastante el caso de “La Chispa” un espacio cultural autogestionado que funcionaba en la calle Estrella entre Colón y Montevideo. Un lugar conocido por realizar -los sábados- actividades como ferias, conciertos, talleres, exhibiciones de arte, y proyecciones de audiovisuales con acceso libre y gratuito. Pese a ello, uno de sus coordinadores, Sebastián Coronel, fue sentenciado a pena carcelaria de 9 meses por “contaminación del aire y emisión de ruidos dañinos”(sentencia que será apelada).
En medio de un juicio circense, donde se violentaron impunemente los procedimientos judiciales que sostienen una democracia, este caso se convirtió en el primero en criminalizar el trabajo cultural, dejando una nueva cicatriz marcada con tinta y fuego en la historia de los derechos humanos en nuestro país.
La paradoja es brutal: mientras la misma Municipalidad organiza eventos similares, con mayor alcance y cobertura, se aplica una doble vara que desprecia las leyes y la justicia. El objetivo es claro y alarmante: controlar quién narra la ciudad y quién ocupa sus espacios, imponiendo un dominio absoluto sobre la memoria, la cultura y el territorio.

El caso de los Museos y su Responsabilidad Social
Los museos ya no deberían simplemente exhibir en sus vitrinas un pasado cuasi momificado; su responsabilidad social empieza por aceptar que los mismos no son sitios neutrales, sino que son espacios políticos. Asumirlo implica cuestionar qué se muestra y de qué modo, pensar en las narrativas que se comunican y reproducen y en las relaciones entre el arte y la historia tejidas por la comunidad a la cual pertenecen, ya consideradas desde antes del diseño de guión museológico.
También significa abogar por una curaduría consciente, responsable y con un manejo de códigos connovativos de lo que se expone, ya que nada es al azar en la misma, ni deben regir los criterios netamente estéticos.
Tenemos, por ejemplo, el caso del Museo de la Memoria: Dictadura y Derechos Humanos , que funciona en la ex sede de la Dirección Nacional de Asuntos Técnicos; este centro de detención fue el lugar donde anteriormente se encarceló y torturó a cientos de opositores de la dictadura, actualmente, como museo, se rescata la memoria de las víctimas de la dictadura más larga de Sudamérica, la del expresidente Alfredo Stroessner (1954-1989) con archivos de inteligencia y terrorismo de Estado, objetos de tortura y testimonios que expusieron la operación Cóndor en el Paraguay.
Este museo, hace público su archivo en contra de los negacionistas, quienes buscaron borrar evidencias sobre sus acciones y los desaparecidos durante este periodo.También rompen con la deshumanización, devolviendo los rostros, nombres, testimonios y pertenencias a los desaparecidos, a la vez que hace una audaz crítica a la impunidad, y pone en tela de juicio el papel benevolente del Estado, ante el cual debemos permanecer siempre vigilantes y atentos. Acordándonos de aprender de la historia y a reconocer de qué manera se gestaron las dictaduras, y así impedir, que el mismo gobierno o grupos de poder de turno intenten reescribir la historia a su conveniencia, borrando ese pasado oscuro que debe ser recordado siempre.

No podemos honrar la memoria de quienes lucharon por la libertad e independencia en el pasado si al mismo tiempo permitimos que se criminalice la libre expresión cultural en el presente.
Así como la historia no puede ser blanqueada ni despojada de su significado, la actualidad tampoco puede ser reinterpretada desligada de su capacidad crítica y comunitaria. Con estas premisas, casos como los de “La Chispa” y el “Museo de las Memorias y DDHH” revelan una verdad incómoda: cualquier espacio que intente crear comunidad, recordar lo doloroso y denunciar las vergüenzas del Estado, proteger historias silenciadas o existir fuera de la lógica del espectáculo mercantilizado, está condenado a la resistencia.
Y esta resistencia no es un lujo ni una característica exclusiva de los espacios alternativos: es la condición indispensable para que cualquier espacio cultural sea verdaderamente relevante y crítico.
La cultura viva que repiensa, interpela, cuestiona y construye comunidad nunca puede ser complaciente. La tarea es colectiva y urgente: defender el derecho a la memoria, ocupar los espacios y garantizar que estos se mantengan como sitios representativos, antiautoritarios e inclusivos, que nos pertenecen a todas y todos y que desafíen a quienes quieren someter la cultura al silencio y al control.