Más allá del kimchi y los K-dramas: una historiadora paraguaya en Corea
Por Raquel Zalazar Echauri (*)
Este año fui invitada por el Gobierno de Corea, gracias a las gestiones de la Embajada de Corea en Paraguay, a visitar el país asiático para reunirme con profesores de historia de varias instituciones coreanas.
Era la segunda vez que visitaba Corea del Sur, ya que en 2019 había asistido a un curso sobre textos escolares en la Academia de Estudios Coreanos (AKS, por sus siglas en inglés), cuando una delegación de cinco paraguayos fuimos invitados a realizar dicha formación. El curso incluyó un extenso recorrido por Corea, desde el sur, visitando la ciudad de Gyeongju, antigua capital del reino de Silla (57 a. C. - 935 d. C.), la gruta budista Seokguram, los templos Bulguksa y Haedong Yonggungsa, y la ciudad de Busan, hasta llegar finalmente a Seúl.

En aquella primera ocasión conocí por vez inicial la historia y la cultura coreanas, de las que solo tenía algunas referencias a través de mis hijas y sus amigas. Pude saborear deliciosos platos tradicionales y quedé profundamente impresionada por la amabilidad y cortesía del pueblo coreano.
Mi nuevo viaje, realizado entre el 11 y el 25 de septiembre de 2025, comenzó con la partida desde Paraguay el jueves 11, en un largo trayecto que culminó con mi llegada al Aeropuerto Internacional de Incheon el sábado 13 por la tarde. Desde ese momento estuve acompañada por una joven intérprete coreana que había vivido doce años en Chile y, coincidentemente, conocía Paraguay porque tenía una gran amiga de nuestro país.
Esta vez llegaba con una mirada más informada. Conocía mejor la historia y la cultura de Corea, pues los K-dramas se habían popularizado enormemente en Paraguay después de la pandemia, y mi experiencia anterior me había impulsado a investigar más. La llamada ola coreana también trajo consigo una expansión de los restaurantes de cocina coreana en Asunción, que comencé a frecuentar junto con mi familia.

Apenas llegué a Seúl, sabía exactamente lo que quería visitar. Pedí a mi intérprete que me llevara a uno de los palacios. La capital coreana conserva cinco palacios construidos durante la dinastía Joseon (1392-1910): Gyeongbokgung (el principal), Changdeokgung, Changgyeonggung, Deoksugung y Gyeonghuigung. Elegí Changdeokgung, declarado Patrimonio Mundial por la UNESCO en 1997, porque no lo había visitado en mi viaje anterior. Fue una elección acertada: allí conocí su famoso y bellísimo Jardín Secreto, con estanques, pabellones y una arquitectura de una delicadeza y armonía dignas de la realeza.
Al salir del palacio, caminamos unas cuadras hasta llegar a una aldea Hanok llamada Ikseondong, reconocida por sus construcciones tradicionales y sus encantadores restaurantes. Nos detuvimos en uno de ellos para probar el famoso bibimbap, un plato muy popular por el auge del K-drama Bon Appétit, Su Majestad. Aunque ya lo había probado muchas veces en Asunción, esta versión tenía un sabor especial: arroz mezclado con verduras, carne y la clásica salsa picante gochujang, acompañado de banchan o guarniciones, entre las que no faltó el delicioso kimchi.
Luego caminamos por la conocida calle Insadong, repleta de tiendas pintorescas que ofrecen recuerdos y artesanías tradicionales coreanas. Me di cuenta de que ya había pasado por allí en mi visita anterior, y la sensación de familiaridad fue muy grata.
Otro de los lugares que deseaba volver a ver era la calle Myeongdong, sitio obligado para quienes disfrutan de las compras. Finalmente, quería subir al monte Namsan para contemplar la vista de la ciudad desde la Torre de Seúl. Llegamos al atardecer y subimos en teleférico; debo decir que la espera en la fila fue más larga que el propio trayecto. Una vez arriba, recorrimos el lugar, observamos la proyección luminosa sobre la torre y tomamos café mientras disfrutábamos de la panorámica de la ciudad.
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También me detuve a observar las barandas cubiertas de candados del amor, donde las parejas dejan mensajes de afecto. Bajamos en ómnibus —una experiencia muy auténtica— y regresamos esa noche de domingo al hotel, en vísperas de mis reuniones de trabajo.
Las reuniones se extendieron de lunes a miércoles. Volví a visitar la Academia de Estudios Coreanos, donde me reencontré con colegas de mi primera estadía y conocí a nuevas autoridades. Luego me dirigí a la Universidad Nacional de Seúl, donde tuve encuentros con profesores del Departamento de Historia y del Departamento de Estudios Latinoamericanos. El campus, ubicado en las afueras de la ciudad y al pie de una montaña, me pareció impresionante: verde, amplio y sereno, ideal para leer un libro o disfrutar de un buen café.
Era septiembre y el fin del verano se acercaba. Casi todos los días llovía, pero la lluvia en Corea tiene su encanto: vi cómo las personas caminaban con naturalidad bajo los paraguas de todos los colores. En Corea las cuatro estaciones se diferencian claramente; ya había estado al final de la primavera, cuando las flores estallan en todas partes, aunque no alcancé a ver los cerezos en flor.

También visité el Museo Nacional de Corea, donde pude recorrer una de las exposiciones más completas sobre la historia del país: desde los primeros homínidos, el paleolítico y el neolítico, pasando por la Edad del Bronce y los Tres Reinos (Goguryeo, Baekje y Silla), hasta las dinastías Goryeo y Joseon. Me quedé maravillada con la riqueza del patrimonio exhibido y sentí que el tiempo no alcanzaba para apreciarlo todo, lo que me motiva a planear una nueva visita en el futuro.
El miércoles partimos en tren hacia la ciudad costera de Pohang, donde nos embarcamos en un crucero rumbo a la isla de Ulleungdo. El viaje nocturno duró casi ocho horas debido al mal tiempo. Era mi primera experiencia en alta mar, pero tuve la suerte de no sentir mareo alguno. Llegamos a la isla con el amanecer y un cielo despejado. Pasamos el día recorriendo el lugar: una pequeña isla en medio del Mar del Este, habitada por unas nueve mil personas, rodeada de acantilados y aguas turquesas que chocan contra los rompeolas.
Almorzamos en un restaurante ubicado en el antiguo cráter del volcán que dio origen a la isla. Probé nuevamente bibimbap, esta vez acompañado de guarniciones elaboradas con vegetales endémicos, como el tallo de una planta conocida en español como barba de cabra, preparado al estilo coreano. Por la noche, la cena tuvo como plato principal el calamar, símbolo gastronómico de la isla, junto con la calabaza, otro de sus cultivos tradicionales. Al día siguiente regresamos en barco a Pohang y de allí nuevamente a Seúl.
Durante todos los días de mi estadía en Corea recibí una atención cálida y generosa. La amabilidad y sencillez de las personas con las que compartí dejaron en mí una huella profunda. La historia y la cultura milenaria de la península coreana son verdaderamente fascinantes: un universo que vale la pena descubrir, más allá de lo que suele mostrar la televisión.

(*) Raquel Zalazar Echauri es historiadora. Vicedirectora del Museo Etnográfico Dr. Andrés Barbero. Profesora asistente de la carrera de Historia de la Facultad de Filosofía, Universidad Nacional de Asunción.
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